La historia: Nació en Múnich, el 24 de diciembre de 1837. Pertenecía a la alta nobleza, su padre, Maximiliano, era Duque en Baviera y su madre, Ludovica, era hija del rey de Baviera. Sissí pasó gran parte de su infancia en el Castillo de «Possenhofen», la casa campestre de su padre y adoraba la sencillez y la libertad de la vida rural.
A sus 15 años, Elizabeth acompañó a su madre y a su hermana mayor, Elena, a un viaje a Bad Ischl, donde se encontraba la residencia veraniega, de su primo, Francisco José, el Emperador de Austria. El encuentro había sido preparado para que Francisco José y Elena se comprometieran en matrimonio, pero la belleza y el encanto de Sissí trastocaron estos planes, el emperador, de 23 años, inmediatamente se enamoró de ella y pidió su mano. Contrajeron matrimonio en Viena, el 24 de abril de 1854, pero pronto surgirían problemas, la recién casada no se adaptaba a la rígida etiqueta de la corte y tenía fuertes enfrentamientos con su suegra, Sofía, que pretendía educarla para convertirla en una emperatriz a la usanza antigua, lo que chocaba con el carácter liberal de Sissí.
Del matrimonio nacerían cuatro hijos: Sofía (que moriría a los dos años), Gisela, Rodolfo y María Valeria. Su suegra que consideraba que Sissí estaba inmadura para criar a sus hijos, dispuso hacerse cargo ella misma de la educación de sus nietos, Elizabeth se negó a ello, pero Francisco José apoyó a su madre y Sissí, humillada, se vio obligada a ceder, pero se deprimió y comenzó a padecer de trastornos psicosomáticos y problemas respiratorios, que la llevaron a pasar largos periodos en climas más benignos, en Madeira y Corfú.
Tras el nacimiento de su hijo Rodolfo, en 1858, la relación entre Elizabeth y Francisco José comenzó a enfriarse. Ella detestaba el entorno de la corte imperial y las actividades públicas que como emperatriz debía atender y procuró mantenerse alejada el mayor tiempo posible de Viena; y de su esposo e hijos. En los siguientes años se entregó a la equitación, pasando meses enteros en Irlanda, Inglaterra y Francia, donde tenía sus propias caballerizas y pasaba también largas temporadas en Hungría, un país al que amaba sinceramente.
En 1889 su hijo Rodolfo, heredero al trono de Austria-Hungría, que padecía de enfermedades venéreas y de adicciones al alcohol y la morfina, se suicidó junto a su amante, la joven baronesa de 17 años, María Vetsera. De ahí en adelante la emperatriz, desolada, usó únicamente el color negro para vestirse y por mucho tiempo asistió a sesiones de espiritismo, como un medio para intentar comunicarse con su hijo fallecido.
La última etapa de su vida estuvo recorriendo toda Europa; y el 10 de septiembre de 1898, mientras paseaba por el lago Leman de Ginebra con una de sus damas de compañía, fue atacada por un anarquista italiano, Luigi Lucheni, que le introdujo un fino estilete en el corazón, y falleció, lo que en verdad fue una liberación a su atormentada vida. Su cuerpo fue trasladado a Viena y sepultado en la Cripta Imperial, en la iglesia de los Capuchinos.
Un detalle: Elizabeth siempre se lamentó de que, “solo por vanidad”, había aceptado casarse con el emperador. Apenas a las dos semanas de su matrimonio escribió poesías donde expresaba que se sentía prisionera e infeliz. En sus poemas también mencionaba su odio por el amor físico (era frígida). Ella apreciaba la admiración que su belleza suscitaba en todos los hombres y muchas veces la alentaba, pero no pasaba de allí.
Otro detalle: Sentía pánico de envejecer y perder su belleza. Se bañaba con leche de burra, sus sesiones de peluquería y maquillaje le tomaban varias horas al día. Medía 1,72 metros y su peso nunca debía pasar de los 50 kilos (pero solo su frondosa cabellera, que casi le llegaba a los tobillos, pesaba 5 kilos). Instaló gimnasios en cada una de sus residencias, comía poquísimo y hacia largas caminatas cada día, convirtiéndose en anoréxica.
Un último detalle: Hacia 1885, Elizabeth, no quería compartir ningún tipo de vida con su esposo, de 55 años, así que le buscó a este una amante, Katharina Schratt, una actriz del Teatro Imperial, de 32 años, e inclusive facilitó los encuentros entre ellos. Pero el marido de la Schratt, el Barón Nicolas Kiss, comenzó a crearles problemas. Kiss era un gran derrochador y estaba en bancarrota. Para deshacerse de él, después de pagar sus muchas deudas, fue enviado como cónsul a un lejano país, ¿adónde? A Venezuela. Se decía que el aristocrático Kiss, habituado a los fastos de Viena, la gran capital de un gran imperio, se aburría mortalmente en la provinciana Caracas guzmancista, de la cual no podía escapar.
FUENTES
- Brigitte Hamann. “Sissi”. Tea Editori, 1998
- Erika Bestenreiner. “La Emperatrice Sissi» Ed. Mondadori, 2005
- Dorothy Gies. «Los Habsburgo», Edit. Grijalbo, 1970
-